Vie. Nov 22nd, 2024

Tradición e individualismo – Roberto Carlos Pavón Carreón

Es este, el siglo XXI que en dos de sus décadas ya muestra preocupante el comienzo del fin. El individuo opta por disfrazar su colaboración en la sociedad, apoyando o siendo parte de grupos minoritarios, se encasilla en clichés, se maquilla en el interés social, busca ser…

Roberto Carlos Pavón Carreón

Profesor y traductor de árabe, hebreo, sánscrito, chino, entre varias lenguas

Twitter: @Aqarib

Es este, el siglo XXI que en dos de sus décadas ya muestra preocupante el comienzo del fin. El individuo opta por disfrazar su colaboración en la sociedad, apoyando o siendo parte de grupos minoritarios, se encasilla en clichés, se maquilla en el interés social, busca ser aceptado por el peor camino que un ser humano puede adoptar: la soledad.

Si bien es cierto que la soledad es necesaria en muchos sentidos, el hacerla el modo de vida colectivo que debemos tener sin saber a ciencia cierta quienes somos o dónde vivimos, nos convierte en entes ignorantes con máscaras tecnológicas de aceptación repentina.

La ignorancia no se nota, incluso ya hasta se le llama arte o peor, cultura. El conocimiento a fondo es cosa del pasado; son hoy los sentidos mal entendidos, un twit y un estado en un muro razón autoritaria que seguir para sentirse conocedor y hasta “buena persona”.

La religión de hoy es eso, un desvío de los que antes creían en un ente divino para creer que la nube (tecnológica) es el nuevo Paraíso. Las formas, maneras o modales nuevos son resultado de la vacuidad, de un acomodo en un grupo para encajar sin siquiera sopesar argumentos fuertes. Hoy, es válida la preocupación “sincera” por el menos protegido con la recompensa inmediata del like, de los múltiples estados compartidos, del agravio sin sentido… eso, el sentido común, ya ni la lógica y sus reglas, sencillamente el sentido común se olvida pues “‘yo’ tengo la razón al demostrar que soy social, ‘religioso’, buena onda, acrítico y me entrego a nuevos conceptos que son útiles para la sociedad del futuro pues darán resultados a mediano plazo”. Tales “conceptos nuevos” son en realidad dogmas posmodernos a los que con ceguera irrefrenable la juventud (sobre todo) se entrega sin pensar; tal vez no usen drogas, ni fumen ni en su vida beben una gota de alcohol. Mas no saben que son adictos al individuo, ese que se cuelga en modas, en status que el capitalismo invisible desarrolla desde lejos como nuevo ente divino de ya más de dos centurias.

La tradición es el otro lado de la moneda, un lado equivocista a ultranza, que encajonado en dogmas antiquísimos se anquilosa con sarro de soberbia en muchas mentes y corazones. La tradición es también un vicio que tiende lentamente a desparecer del orbe, donde la comodidad de la inmediatez acelera su abandono. Un ejemplo burdo del caso es el uso de jeans en el mundo entero casi como norma invisible, y mejor, que usar los trajes típicos nacionales incómodos y… obsoletos.

La trādǐtiǒ (sustantivo de origen latino que significa ‘entrega’, ‘enseñanza’, ‘narración’) es algo que se toma por lejano, por estorbo según muchos individualistas, y de ahí que les dé risa el argumento más serio; su ignorancia de raíz se ramifica en todos los aspectos de la vida haciéndolos adquirir nuevas máscaras o simplemente limpiando la ya existente, en tanto que los tradicionalistas; aferrados a su personalidad ortodoxa, ven en la ciencia, la religión o la cultura la panacea que remediará todos los males. La crítica es el veneno para ambos, cuando como humanos debiera ser el antídoto, la justa analogía, el puente que haga entendernos a nosotros mismos y al otro. Así como en la conjugación clásica del árabe y no como la forma indoeuropea típica que parte del “yo” para conjugar los diversos tiempos verbales: en árabe la conjugación parte de la tercera persona singular, esto es, de quien no se conoce, quien transmite palabras, cultura, profundidad, poesía, etc. a un hablante que la comparte con nosotros oyentes cerrando el círculo comunicativo.

La cuestión es, ¿qué se nos ha transmitido?, ¿estamos listos o capacitados para recibir esa información?, ¿la entendemos?… ¿la podemos transmitir? ¿Cómo la juventud puede transmitir a su edad o en su adultez posterior información a su familia, a sus amigos, a sus hijos si él mismo no la entiende a cabalidad?

Si bien es cierto que el individuo es un ζῷον πoλιτικόν, un ser dispuesto a servir a la sociedad de algún modo, directo o indirecto; el detalle es el fondo, la quasi-irracionalidad, la desidia, la comodidad a toda costa y el no ser “vulnerado” con argumentos sólidos y válidos que el simple sentido común transparenta, es la mayor exigencia de la posmoderna y delicada sociedad sin importar ocasionalmente ya ni la clase social.

La tradición, malinterpretada, arrinconada y abrazada con ahínco irreflexivo no es tampoco, hemos dicho, el camino que nos conduzca hacia un humanismo reposado, prudente, virtuoso y sin apellidos dogmáticos: el humanismo es así, ya que catalogarlo con adjetivos cuyos sufijos sean –ista, -ano, -erno, lo vuelven pobre, peyorativo… lo empujan involuntariamente a un individualismo que o se burlará de él o lo seguirá botando al drenaje como todo lo que huela a tradición (insisto, malinterpretada).

¿Acaso no es el lenguaje y su aprendizaje adecuado un medio justo para unirnos como esos animales políticos que somos? ¿No es también la filosofía, a través de su mejor herramienta básica: la lógica una óptima forma de que el humanismo se desarrolle y perdure?

No nos extraviemos en la luz, ni en la sombra cuando el piso es muy parejo. Con voluntad real, introspección constante, disciplina, libertad… ¡educación! El fin mayor que debemos acoger, si lo vemos en términos capitalistas, es pues la mejor inversión en nuestra vida, lo mejor que podemos transmitir, como varias escrituras antiguas, ligadas y a la vez libres, profundas y a la vez sencillas, estéticas, individuales y cuyo conjunto muestra una profunda solidez, la fuerza de una sociedad justa con individuos que realmente persigan la sabiduría… y no, no puede ni debe ser esto una utopía.